Los viajes en la Roncalesa, desde Tudela a Donostia, también eran aventura, por la escalera exterior, cuando adentro era completo, te encaramabas al techo y eso recuer-do un invierno, mi madre con las maletas y yo bien tapado en mantas, algo de nieve cayendo y el paso de Dos Her-manas, que son montañas gemelas que, yendo y viniendo dan evocación de otros tiempos, imaginando huestes roma-nas, avanzando por el paso, y los vascones luchando y de-fendiendo sus aldeas... y llegando a San Sebastián, cercana al río Urumea, estaba nuestra casita muy cercana al apea-dero, en aquel barrio de Gros, y tan cercana a la vía que, cuando ahora de mayor, paso, de camino a Francia, puedo ver tras el cristal, las ventanas de mi casa, la del recuerdo infantil, que por la parte trasera, veo cuando pasa el tren.
También sé que de pequeño, fue para mí algo inau-dito ver la tamborrada infantil, cientos y cientos, o miles de niños uniformados, y todos tocando el tambor, las niñas cantineritas y también los cocineros, con sus cucharas de palo, grandes, y sus tenedores, en tan bellas formación, junto a ejércitos franceses, e ingleses, de Wellington, con las marchas de Sarriegui, y las salvas de los cañones desde el parque de Alderdi Eder, que yo también quería ser tam-borrero de aquella armada y aquél si que fue un deseo, que no pude conseguir. Y hubo muchos días felices, que, deba-jo de la mesa, me imaginaba yo un indio en su tipi mientras mi madre hacía croquetas en la cocina, o un puré al horno exquisito, y las galletas de nata y acompañaba en su canto, las canciones de Machín y me cantaba una nana cuando me iba ya a acostar.
Algún domingo el aitá me subía sobre sus hombros e íbamos a pasear por los campos del monte Ulía, donde ha-bía una sidrería y se paraba a almorzar, o era por Atego-rrieta, donde yo con mi mamá, de la mano, pequeñito iba dando un buen paseo, en espera de la vuelta del aitá de tra-bajar.
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